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Channel: EL MUSEO DE LA LUNA • 2015
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Repartidos en 60 países hay 150 millones de indígenas que necesitan apoyo frente a las multinacionales que se enriquecen exterminándoles.
Aunque sus derechos de propiedad territorial están reconocidos en el Derecho Internacional, no son respetados en ningún lugar.




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Erupción volcánica del Monte Sinabung al norte de la isla de Sumatra, Indonesia. 22 mil personas evacuadas. Las cenizas ascienden a 7000 metros
y van cubriendo los cultivos, deteniendo el proceso de fotosíntesis y arruinando a miles de familias campesinas en una región básicamente agrícola.
El estratovolcán Sinabung pertenece al denominado 'Anillo de Fuego del Pacífico' y es uno de los 130 volcanes activos en Indonesia, el cuarto país
más poblado de la Tierra. Permanecía dormido desde hacía cuatrocientos años, pero el 5 de enero se despertó para destruir cosechas y hogares.

Fotografía: Bewiharta / REUTERS [2014, Enero 5]

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Burros cargando leña en las montañas de Afganistán / Donkeys carrying brushwood in the mountains of Afghanistan.

Fotografía: Ian Alexander (1976)

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Mujer cargando leña. / Brushwood gathering Woman; Hungarian National Gallery, Budapest.

Óleo: Mihály Munkácsy (Galería Nacional de Hungría, Budapest)

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Mujer cargando leña; Galería Nacional, Praga. / Brushwood gathering Woman; National Gallery, Prague.

Óleo: Jakub Schikaneder (1884)

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En la región de Kirovograd, Ucrania, una mujer se abre camino a través de la nieve con leña para calentar su casa. Ucrania es un país exportador
de electricidad y este área está abastecida con gas; sin embargo, esas fuentes de energía son demasiado caras para la gente rural más humilde.

In the Kirovograd region of Ukraine, a woman treads through the snow with an armful of gathered brushwood that will help heat her home. Ukraine
is a net exporter of electricity and this area is powered by gas, nevertheless the energy resources are not available to the poorest rural population.


Fotografía: Vitaliy Popkov (Syngenta Photography Awards 2013)

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LA NAVIDAD DEL PAVO (Emilia Pardo Bazán)

Uno de los cuentos que más gusta a los lectores selenitas de la cara oculta de la Luna... en cualquier época del año.


El mayor mal que puede sobrevenir a un ser naturalmente estúpido, es adquirir de pronto los dones de la inteligencia. Si lo dudáis, os referiré la aventura de un pavo, del cual, si se descuida, no quedarían ni huesos, porque los huesos de pavo son muy gratos a los canes. En este pavo de mi cuento existía, por lo menos, el instinto de conocerse y saber que, inteligencia, no la tenía. Y es cosa poco común, pues la inmensa mayoría de los pavos se juzga muy avisada, y se hincha y robumba de orgullo, por tan ventajosa opinión de sí propia. Nuestro héroe, al contrario, conocía, como conoció la abutarda el pesado volar de sus hijos, que no le unía a Salomón lazo alguno; que era tonto perdido desde el día de nacer. Y como la humildad es el reducto en que se abroquelan los tontos, o mejor dicho, en que debieran abroquelarse, nuestro pavo, humildemente, determinó pedir a quien fuese más que él y que todos, que le hiciese, de la noche a la mañana, brotar talento. Su ruego se dirigió al Niño Jesús, que se veneraba en la casa cuyo corral habitaba el pavo. Sabía que el Niño puede proteger al que le implora, y que a la tía Carmela, guardiana del corral, en más de una ocasión el Niño la sacó de graves apuros. Era, además, tan lindo y gentil el divino Infante, que atraía y convidaba a pedirle favores. Caída, pues, la cresta; entornando los ojos bajo la azul membrana que los protegía, el pavo se acercó a la urna en que el Niño vestido de rancia seda blanca, alzando en la diestra su mundillo de plata que tiene por remate una cruz, derramaba la gracia de su faz riente y la bondad de sus ojos de vidrio sobre la pobre casa y sus moradores. Y el Niño, recordando que Francisco, el de Asís, miró como a hermanos inferiores a los irracionales, sintió un movimiento de simpatía hacia la gallinácea destinada a saciar la glotonería de los humanos, y quiso atender a su súplica.

Mas cuando supo lo que pedía el pavo, la manezuela regordeta que ya iba a bajarse concediendo, se alzó otra vez, y en el lenguaje del misterio, el Niño dijo al pavo: -Pero ¿tú has pensado bien lo que solicitas?- Como el pavo insistiese en su demanda, el Nene porfió. La inteligencia, para un pavo, era igual que la hermosura para una almeja: ¡don inútil, y tal vez hasta funesto! Mas el peticionario insistió: ¡quería a toda costa aquella cualidad que tanto se alaba en el hombre! Y entonces, Jesusín otorgó...

Sintió el pavo como si dentro de su cabeza se encendiese viva luz. Todo lo vio claro y con realce. Él era un volátil torpe a quien mantenían en un corral, echándole todos los días el sustento, sin que se le impusiese otra obligación ni otro trabajo sino ir engordando y descansar. Sus congéneres, los demás pavos, estaban en igual caso, y, sin meterse en más averiguaciones, picaban el grano, devoraban el cocimiento de salvado, glugluteaban satisfechos, hacían la rueda, cortejaban a las pavas y dormían sueños largos, en la tibieza del cobijadero que les abrigaba de noche. Nuestro héroe, dotado ya de la facultad de comprender, comprendió que los demás pavos eran felices. En cuanto a él..., variaba: vivía inquieto, en continua ansiedad, en incesante sobresalto, cavilando en lo que podría sucederle, después de aquella regalona existencia, y si duraría. 

Poco tardó en adquirir noticias respecto a este extremo. Palabras sueltas de la guardiana, conversaciones con las vecinas, le ilustraron. La señá Carmela solía gruñir entre dientes: -Híspete, pavo, que mañana te pelan... Tú veras, cuando la Navidá llegue...- Y si bien nuestro héroe, con entendimiento y todo, no podía hablar, ni preguntar qué pasaría cuando la Navidad llegase, bien se le alcanzaba que cosa buena no podía ser. No; tenía que ser muy mala, muy cruel, muy terrible. Esta convicción se fortaleció cuando, al acercarse la anunciada época de Navidad, notó el pavo que a él y a sus compañeros les imponían un régimen extraordinario, inexplicable. ¿A qué venía, me quieren ustedes decir, tanto atracarles de bolitas de pan, y después, tanto introducirles bárbaramente en el gañote nueces enteras con su cáscara, duras como guijarros, y progresando en el número hasta llegar a veinte diarias? Nuestro protagonista creía sentir que se le rajaba el buche. «Jamás las digeriré», pensaba, sofocándose. Y al cabo las digería, pero pasaba el día entero presa de entorpecimiento y modorra, cual los hombres que sufren dilatación gástrica...

Una mañana, cuando acababan de administrarle la vigésima nuez, entró una vecina, la cacharrera de al lado, y dijo a la señá Carmela: -¿Tié usté un pavo listo ya? ¿Bien cebadito? Me ha encargao de buscarlo el cocinero del señor marqués... Es pa la cena de Navidá. Ha de ser cosa de satisfacción. -Aquí hay uno que paece un tocino... Mírelo usté, y tómelo al peso...- Y cogiendo a nuestro héroe por las patas, a pesar de una desesperada resistencia, sopló la mujer sobre el plumaje de los zancos, para hacer ver la piel estallante de grasa. -No paece malo -declaró la cacharrera-. Le pediremos cuatro pesos, y usté me da a mí un par de pesetillas... -Y el cocinero le pone seis duros al señor marqués... y arza -repuso la señá Carmela.

A nuestro pavo se le había cubierto de lividez la cresta, el moco y las carúnculas; al dejarlo en tierra la señá Carmela, apenas podía tenerse en las patas. Había comprendido perfectamente, puesto que tenía la facultad de comprender. Iban a venderle para degollarle y devorar sus restos. ¡Horrible destino! Nada podía hacer para evitarlo. ¿Huir del corral? ¿Esconderse? ¿Y adónde iba? Por todas partes le acompañaría como una sentencia de muerte su gordura, su fatal grasa fina, de ave de lujo. El primero que le atrapase, le retorcería el pescuezo y le pondría a asar. No había escape. Su suerte sería la misma de sus compañeros..., sólo que éstos ignoraban el triste sino, y la víspera de su degollación comerían con el mismo apetito la ración de salvado, y tragarían las duras nueces, sin protesta. Entonces conoció nuestro pavo por qué le decía Jesús, con su risa de hoyuelos: -Pero, ¿tú sabes lo que pides?

Y revistiéndose nuevamente de humildad, logró entrar en la salita donde se alzaba la urna, y su muda plegaria se elevó hasta la dulce imagen. El Niño ya sabía de lo que se trataba. Comprendía la tragedia interior de la desventurada ave, que, a diferencia de las demás de su especie, sabía, sabía de la ceba, del agudo cuchillo, e iba a saber del impío rellenamiento, del horno ardiente, del nuevo despedazamiento en una mesa donde se ríe y se bebe champán, masticando la pechuga blanca del ave mísera. Piadoso, Jesús bajó de nuevo la mano, y murmuró: -Ve en paz. No temas.

Se fue el pavo, consolado, tranquilo, porque en él había surgido una fuerza admirable, un resorte desconocido, ¡la fe! ¡Y la fe es buena hasta para los pavos, y es más fuerte que el cuchillo y que el horno! El pavo no temía, puesto que el Niño le ordenaba que no temiese. Eran, sin embargo, para dar pavor las circunstancias. Le habían agarrado en el corral y trasladado a las cocinas del marqués. Y allí, su futuro verdugo, el pinche, se dedicaba a hacerle absorber tragos de aguardiente, alternando con él en la tarea. Poco a poco, la embriaguez se apoderaba de nuestro pavo. Sus pasos eran vacilantes, su cresta despedía fuego. Un vértigo le confundía. En medio de este vértigo, parecíale sufrir una transformación. Sus miembros perdían la elasticidad. Poco a poco, en vez de pavo de carne, se convertía en pavo de cartón iluminado, muy bien modelado, sostenido en dos patitas de alambre. Y oía exclamaciones de furor en la cocina. El jefe reñía colérico al pinche. -A ver qué has hecho del pavo. So curda. ¡Lo has tomado y lo dejaste escapar! - Y casi al mismo tiempo, la doncella gritaba: -¡Habráse visto! ¡Pues no se han traído aquí el pavito del Belén! ¡Vente, monín, que voy a llevarte a tu sitio!

Momentos después nuestro pavo, acartonado completamente, inmóvil, reposaba al pie del Niño Dios, que, entre sus pañales, bendecía a los pastores, y aceptaba los dones de los Reyes Magos. Salvado del suplicio, salvado de que triturasen sus carnes dientes glotones, el pavo miraba con infinito reconocimiento al Infante divino. Encontraba que estar allí, a sus piececillos, bajo el hálito pacífico del buey y de la mula; ser uno más en el sacro bestiario, era una suerte mejor que la de antes, una suerte feliz.¡Aleluya!

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LA NAVIDAD DEL PAVO (Emilia Pardo Bazán)

Uno de los cuentos que más gusta a los lectores selenitas de la cara oculta de la Luna... en cualquier época del año.


El mayor mal que puede sobrevenir a un ser naturalmente estúpido, es adquirir de pronto los dones de la inteligencia. Si lo dudáis, os referiré la aventura de un pavo, del cual, si se descuida, no quedarían ni huesos, porque los huesos de pavo son muy gratos a los canes. En este pavo de mi cuento existía, por lo menos, el instinto de conocerse y saber que, inteligencia, no la tenía. Y es cosa poco común, pues la inmensa mayoría de los pavos se juzga muy avisada, y se hincha y robumba de orgullo, por tan ventajosa opinión de sí propia. Nuestro héroe, al contrario, conocía, como conoció la abutarda el pesado volar de sus hijos, que no le unía a Salomón lazo alguno; que era tonto perdido desde el día de nacer. Y como la humildad es el reducto en que se abroquelan los tontos, o mejor dicho, en que debieran abroquelarse, nuestro pavo, humildemente, determinó pedir a quien fuese más que él y que todos, que le hiciese, de la noche a la mañana, brotar talento. Su ruego se dirigió al Niño Jesús, que se veneraba en la casa cuyo corral habitaba el pavo. Sabía que el Niño puede proteger al que le implora, y que a la tía Carmela, guardiana del corral, en más de una ocasión el Niño la sacó de graves apuros. Era, además, tan lindo y gentil el divino Infante, que atraía y convidaba a pedirle favores. Caída, pues, la cresta; entornando los ojos bajo la azul membrana que los protegía, el pavo se acercó a la urna en que el Niño vestido de rancia seda blanca, alzando en la diestra su mundillo de plata que tiene por remate una cruz, derramaba la gracia de su faz riente y la bondad de sus ojos de vidrio sobre la pobre casa y sus moradores. Y el Niño, recordando que Francisco, el de Asís, miró como a hermanos inferiores a los irracionales, sintió un movimiento de simpatía hacia la gallinácea destinada a saciar la glotonería de los humanos, y quiso atender a su súplica.

Mas cuando supo lo que pedía el pavo, la manezuela regordeta que ya iba a bajarse concediendo, se alzó otra vez, y en el lenguaje del misterio, el Niño dijo al pavo: -Pero ¿tú has pensado bien lo que solicitas?- Como el pavo insistiese en su demanda, el Nene porfió. La inteligencia, para un pavo, era igual que la hermosura para una almeja: Don inútil, y tal vez hasta funesto. Mas el peticionario insistió: Quería a toda costa aquella cualidad que tanto se alaba en el hombre. Y entonces, Jesusín otorgó...

Sintió el pavo como si dentro de su cabeza se encendiese viva luz. Todo lo vio claro y con realce. Él era un volátil torpe a quien mantenían en un corral, echándole todos los días el sustento, sin que se le impusiese otra obligación ni otro trabajo sino ir engordando y descansar. Sus congéneres, los demás pavos, estaban en igual caso, y, sin meterse en más averiguaciones, picaban el grano, devoraban el cocimiento de salvado, glugluteaban satisfechos, hacían la rueda, cortejaban a las pavas y dormían sueños largos, en la tibieza del cobijadero que les abrigaba de noche. Nuestro héroe, dotado ya de la facultad de comprender, comprendió que los demás pavos eran felices. En cuanto a él..., variaba: vivía inquieto, en continua ansiedad, en incesante sobresalto, cavilando en lo que podría sucederle, después de aquella regalona existencia, y si duraría. 

Poco tardó en adquirir noticias respecto a este extremo. Palabras sueltas de la guardiana, conversaciones con las vecinas, le ilustraron. La señá Carmela solía gruñir entre dientes: -Híspete, pavo, que mañana te pelan... Tú veras, cuando la Navidá llegue...- Y si bien nuestro héroe, con entendimiento y todo, no podía hablar, ni preguntar qué pasaría cuando la Navidad llegase, bien se le alcanzaba que cosa buena no podía ser. No; tenía que ser muy mala, muy cruel, muy terrible. Esta convicción se fortaleció cuando, al acercarse la anunciada época de Navidad, notó el pavo que a él y a sus compañeros les imponían un régimen extraordinario, inexplicable. ¿A qué venía, me quieren ustedes decir, tanto atracarles de bolitas de pan, y después, tanto introducirles bárbaramente en el gañote nueces enteras con su cáscara, duras como guijarros, y progresando en el número hasta llegar a veinte diarias? Nuestro protagonista creía sentir que se le rajaba el buche. «Jamás las digeriré», pensaba, sofocándose. Y al cabo las digería, pero pasaba el día entero presa de entorpecimiento y modorra, cual los hombres que sufren dilatación gástrica...

Una mañana, cuando acababan de administrarle la vigésima nuez, entró una vecina, la cacharrera de al lado, y dijo a la señá Carmela: -¿Tié usté un pavo listo ya? ¿Bien cebadito? Me ha encargao de buscarlo el cocinero del señor marqués... Es pa la cena de Navidá. Ha de ser cosa de satisfacción. -Aquí hay uno que paece un tocino... Mírelo usté, y tómelo al peso...- Y cogiendo a nuestro héroe por las patas, a pesar de una desesperada resistencia, sopló la mujer sobre el plumaje de los zancos, para hacer ver la piel estallante de grasa. -No paece malo -declaró la cacharrera-. Le pediremos cuatro pesos, y usté me da a mí un par de pesetillas... -Y el cocinero le pone seis duros al señor marqués... y arza -repuso la señá Carmela.

A nuestro pavo se le había cubierto de lividez la cresta, el moco y las carúnculas; al dejarlo en tierra la señá Carmela, apenas podía tenerse en las patas. Había comprendido perfectamente, puesto que tenía la facultad de comprender. Iban a venderle para degollarle y devorar sus restos. ¡Horrible destino! Nada podía hacer para evitarlo. ¿Huir del corral? ¿Esconderse? ¿Y adónde iba? Por todas partes le acompañaría como una sentencia de muerte su gordura, su fatal grasa fina, de ave de lujo. El primero que le atrapase, le retorcería el pescuezo y le pondría a asar. No había escape. Su suerte sería la misma de sus compañeros..., sólo que éstos ignoraban el triste sino, y la víspera de su degollación comerían con el mismo apetito la ración de salvado, y tragarían las duras nueces, sin protesta. Entonces conoció nuestro pavo por qué le decía Jesús, con su risa de hoyuelos: -Pero, ¿tú sabes lo que pides?

Y revistiéndose nuevamente de humildad, logró entrar en la salita donde se alzaba la urna, y su muda plegaria se elevó hasta la dulce imagen. El Niño ya sabía de lo que se trataba. Comprendía la tragedia interior de la desventurada ave, que, a diferencia de las demás de su especie, sabía, sabía de la ceba, del agudo cuchillo, e iba a saber del impío rellenamiento, del horno ardiente, del nuevo despedazamiento en una mesa donde se ríe y se bebe champán, masticando la pechuga blanca del ave mísera. Piadoso, Jesús bajó de nuevo la mano, y murmuró: -Ve en paz. No temas.

Se fue el pavo, consolado, tranquilo, porque en él había surgido una fuerza admirable, un resorte desconocido, ¡la fe! ¡Y la fe es buena hasta para los pavos, y es más fuerte que el cuchillo y que el horno! El pavo no temía, puesto que el Niño le ordenaba que no temiese. Eran, sin embargo, para dar pavor las circunstancias. Le habían agarrado en el corral y trasladado a las cocinas del marqués. Y allí, su futuro verdugo, el pinche, se dedicaba a hacerle absorber tragos de aguardiente, alternando con él en la tarea. Poco a poco, la embriaguez se apoderaba de nuestro pavo. Sus pasos eran vacilantes, su cresta despedía fuego. Un vértigo le confundía. En medio de este vértigo, parecíale sufrir una transformación. Sus miembros perdían la elasticidad. Poco a poco, en vez de pavo de carne, se convertía en pavo de cartón iluminado, muy bien modelado, sostenido en dos patitas de alambre. Y oía exclamaciones de furor en la cocina. El jefe reñía colérico al pinche. -A ver qué has hecho del pavo. So curda. ¡Lo has tomado y lo dejaste escapar! - Y casi al mismo tiempo, la doncella gritaba: -¡Habráse visto! ¡Pues no se han traído aquí el pavito del Belén! ¡Vente, monín, que voy a llevarte a tu sitio!

Momentos después nuestro pavo, acartonado completamente, inmóvil, reposaba al pie del Niño Dios, que, entre sus pañales, bendecía a los pastores, y aceptaba los dones de los Reyes Magos. Salvado del suplicio, salvado de que triturasen sus carnes dientes glotones, el pavo miraba con infinito reconocimiento al Infante divino. Encontraba que estar allí, a sus piececillos, bajo el hálito pacífico del buey y de la mula; ser uno más en el sacro bestiario, era una suerte mejor que la de antes, una suerte feliz.¡Aleluya!


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Tendríamos once o doce años. Le pregunté: “¿Tú no serás hijo de Coll, el dibujante?”. Dijo que sí con la cabeza y le pedí que su padre me firmara un autógrafo. Me contó que ya no dibujaba: se ganaba la vida como albañil. Creí que me tomaba el pelo. ¿Un genio como Coll, de albañil? Pasó una semana y cuando parecía haberse olvidado de la firma, apareció el hijo con un dibujo, en papel de barba, a tinta y acuarela. Era uno de sus extraordinarios chistes mudos: un pescador trataba de escapar de un pez enorme, vivísimo. Aquel hombre, uno de mis héroes, que debía llegar a su casa reventado por el trabajo en la obra, había encontrado tiempo y ganas de dibujar una viñeta a todo color (¡un original de Coll!) para un compañero de clase de su hijo. Luego entendí la tardanza.

Era minucioso, perfeccionista hasta la extenuación. Imaginar y llevar a cabo una historieta, contaba, solía llevarle varios días: “Descubrí que en ese tiempo", decía, "no ganaba ni la mitad de lo que mis amigos poniendo ladrillos, y tenía una familia que mantener”. Había empezado como albañil. A los trece años ya trabajaba en una cantera, en Montjuïc, pero le encantaba dibujar. Sus maestros, “los cuatro ases”, eran Opisso, Castanys, Urda y Benejam. A los veinte se presentó con una carpeta en la redacción del TBO y le contrataron. Se convirtió en el dibujante más moderno, original y poético de todo el equipo. Practicaba un humor blanco, sin palabras ni personajes fijos. Sus protagonistas eran hombres solitarios, vagabundos, náufragos reales o metafóricos, siempre desconcertados por los mecanismos del mundo, de inconfundible trazo estilizado: altos, delgados, elásticos. También deslumbraba su tratamiento de la perspectiva, a base de sombras, y su magistral planificación del gag. Muchas veces pensé que Coll era el equivalente, en historieta, del cine de Jacques Tati. Y el dibujante ideal para trasladar al papel las aventuras de monsieur Hulot. En Francia le habrían idolatrado, como a Sempé. Aquí se hartó de que en el TBO traicionaran su humor, añadiéndole diálogos, y de cobrar tan poco, y así fue como volvió a su primer oficio.

Esto sucedía a finales de los sesenta. Quince años más tarde, cuando Coll pensaba que ya nadie se acordaba de él, Joan Navarro, director y padre espiritual de Cairo, comenzó en su revista una especie de operación rescate y le pidió nuevos dibujos. Quería colocarle en el lugar que le correspondía: el de uno de los padres indiscutibles de la “línea clara” española. Albert Mestres, de la librería Continuará, le publicó el álbum antológico De Coll a Coll, que se presentó en el IV Salón del Cómic, donde obtendría, en mayo de 1984, el Premio Nacional de la Historieta. Dos meses más tarde, cuando el gran retorno parecía cosa hecha, sucedió lo inimaginable. El 14 de julio, Coll apareció muerto en su casa, a los 61 años: se había suicidado. “Diría que lo último que hizo en su vida”, me contó Navarro, “fueron las doce páginas que aparecieron en nuestra revista”. Siempre es arriesgado aventurar las causas de un suicidio. Victoria Bermejo (alma mater de Cairo), apunta que Coll comenzó a obsesionarse con la idea “de que aquel reconocimiento era un enorme malentendido, que no podía tener tanta suerte de golpe, tras todos aquellos años en el dique seco. Parecía una manía pasajera, aunque no hubo forma de quitársela de la cabeza. Fue un final atroz para una historia muy triste: la historia de una injusticia histórica con un gran artista”. El dibujo que Coll me regaló lleva años en casa, pero cada vez que lo miro me parece verlo por primera vez. Tiene un color muy vivo, como si acabaran de pintarlo ayer.


* Dibujo: Josep Coll (Barcelona, 1923-1984) * Artículo: Marcos Ordóñez (Publicado en el diario El País; Madrid, 15 de enero 2014.) *

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Niñas y niños jugando en Kabul, Afganistán. / Children playing in Kabul, Afghanistan.

Fotografía: Shah Marai / AFP [Julio 2013]

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- ¡Capitán! ¡Capitán! (¿Qué ocurre?) ¿Puedo ir un momento al lavabo? / - Captain! Captain! (What's happening?) Can I go to the toilet?

"Demanant Permís"[Pidiendo Permiso / Asking for Permission] * Dibujante: Josep Coll

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 Mehrdad Hamshidi (Teherán, 1970) Una Niña Rural (2004) Óleo sobre lienzo, 75 x 95 cm.

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 Iman Maleki (Teherán, 1976) Casa en el Recuerdo (2001) Óleo sobre lienzo, 83 x 58 cm.

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 Iman Maleki (Teherán, 1976) Muchacha en la Ventana (2000) Óleo sobre lienzo, 75 x 55 cm.

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 Iman Maleki (Teherán, 1976) Hermanas leyendo un Libro (1997) Óleo sobre lienzo, 80 x 60 cm.

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 Iman Maleki (Teherán, 1976) Estudiando (1998) Óleo sobre lienzo, 91 x 50 cm.

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 Iman Maleki (Teherán, 1976) Profecías de Hafez (2003) Óleo sobre lienzo, 134 x 100 cm.
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